Estaba escribiendo un post extraordinariamente espeso: en este, despotricaba de Podemos, pues esta formación no puede hacer nada contra el complejo armamentístico-mediático-financiero-productivo actual. Poco después he notado la lengua algo seca: dado el bocadillo de escombro que me estaba regalando por merienda, estaba a punto de perder la consciencia.
Y entonces he pensado en borrarlo todo y escribir un post sobre la Navidad. Quizá sea algo típico, pero tengo un tío que, para castigar a su hijo, le pone una conferencia mía en la que termino hablando la lengua de Mordor. Y mi primo nunca se ha portado tan bien como se está portando ahora.
Así que es mejor cambiar de tercio.
Creo que no sorprendo a nadie si digo que ayer fue la cena de Nochebuena. Si todo sale bien, normalmente estamos todos sentados en una mesa redonda con una de las mejores comidas del año, con Los Simpsons o alguna parida mayor por detrás, en la tele.
El caso es que la Navidad da para pensar mucho, pero este año he preferido quedarme con la sensación que tengo cuando, terminada la cena, me siento en el sofá enfrente de la tele y, sabiendo que no voy a salir a deslumbrar con mi belleza el centro de Málaga, me puedo quedar dormido. Es una de las mayores compensaciones de la Navidad: dejarte caer en casa de tus padres y que la noche te engulla tranquilamente.
Entonces me he acordado de cuando pasábamos algunas navidades en Elche, en casa de mis abuelos. Era un piso bastante grande que ahora está vacío, con poco tiempo restante de vida. Jugábamos a un juego de baloncesto; este consistía en apretar unos enormes botones que soplaban una pelotilla de corcho que se encestaba de dos y de tres, según la distancia desde la que se tirara. Yo por entonces pensaba en Villacampa, en Orenga y en Dominique Wilkins (o como se escriba). No se habían matado ni Fernando Martín ni Petrovic y yo creía que algún día sería conocido por mis mates. Nada más lejos de la realidad, como ha podido comprobarse.
Era un piso enorme, con habitaciones muy frías. En la tele salía el señor Basilio, que tenía muy mala leche. Me daba un poco de miedo un videoclip de los Status Quo, "In the army", en el que un soldado caía a un charco de barro y ya no podía levantarse más. La imagen pasaba inmediatamente a otro plano. ¿Pero qué pasaba con ese soldado, había muerto? ¿Se levantaría en forma de criatura diabólica? Aquello me preocupaba, pero parecía yo el único que miraba la pantalla desde aquella alfombra llena de juguetes, puzzles y un pequeño hermano que poco a poco empezaría a articular alguna palabra.
No era un entorno pobre. Era austero. Y lo recuerdo como una etapa enormemente alegre. De aquella alegría no era yo consciente por entonces, sino ahora. Y es que los recuerdos son construcciones tramposas en las que se depositan las expectativas del presente. Son como un viaje de esos de las drogas, pero sin drogas. O a lo mejor es que los recuerdos son una droga en sí mismos.
Aquellos eran los años ochenta, pero yo no me desmelenaba en el bar "Penta" del centro de Madrid. Veía la tele, pasaba miedo y me ponía malo para luego toser como un bronquítico y pegarles a mis padres un virus cientos de veces peor. De pequeño era un miedica -menos que ahora-, pero también lo pasaba muy bien. A la paciencia de mis padres debo mucho de lo que he hecho después.
Por todo esto y porque me he convertido en una persona que defiende los derechos humanos, voy a publicar esta columna y no la otra sobre el capitalismo desestabilizado y caníbal. Feliz Navidad, con todo lo que conlleva. Y cuidado con los recuerdos, porque te puede dar por quedarte en la alfombra, viendo si aquel soldado moribundo pretende levantarse o no, una vez terminado el videoclip.