sábado, 4 de octubre de 2014

El invariable sentido de las noticias que conocemos cada día

La sucesión de noticias que recibimos diaria y periódicamente tiende a mantener un discurso que coincide, no por casualidad, con las visiones dominantes sobre la sociedad. De esta forma, y como si se tratase de una cadena, cada nueva situación que se produce, cada acontecimiento, vienen a confirmar las conclusiones que se habían extraído ya de los acontecimientos previos. El discurso que enmarca todas las noticias tiende a ser relativamente homogéneo, más que coherente.

Por eso, las próximas noticias que veremos en la televisión probablemente tiendan a confirmar que vivimos en un mundo peligroso lleno de potenciales agresores sexuales y terroristas, del que, en definitiva, no podemos fiarnos demasiado.

El descubrimiento de un desaforado gasto en una serie de tarjetas ocultas por la entidad de crédito CajaMadrid se ha expuesto como un nuevo escándalo para su consumo indignado: durante una serie de años, empresarios, políticos de diferentes ideologías y sindicalistas abusaron de un dinero que no era suyo, contribuyendo con ello a crear un agujero que todos estamos contribuyendo a tapar en estos momentos, a costa de nuestro futuro.

La vergüenza y el enojo que de saber esto resulta no debería tapar el hecho de que este tipo de noticias constituyen un tipo de estocada indirecta a un modelo de entidad financiera que no vamos a volver a ver en este país durante muchos años: las Cajas de Ahorro. La moraleja que subyace a este tipo de noticias es la imposibilidad casi física de que la política y los agentes sociales puedan participar en la gestión de las entidades más importantes para favorecer la creación de riqueza. La economía, para los economistas, para los empresarios y para los expertos independientes.

Esta especie de catarsis que supone la publicación de casos de corrupción -cuya revelación se hace inevitable por razones lógicas- esconde una pretensión de expiación por nuestra parte, pero, al mismo tiempo, estará al servicio de esa idea-fuerza que hemos llamado aquí la privatización de la realidad: muerta la responsabilidad ciudadana y desarmado el Estado por su inefectividad (sin que nos hayan explicado las verdaderas razones de la crisis fiscal), nos movemos a un horizonte de gestión privada de la vida en la mayoría de sus sentidos, bajo la atenta vigilancia de una serie de aparatos estatales al servicio del orden y de la estabilidad de los negocios.

Este capitalismo vigilado, este monstruo esclerotizado y envenenado por la deuda se sigue moviendo. Y las pequeñas batallitas vencidas no son suficientes, ni mucho menos. La esperanza está en la educación de una serie de generaciones que sean capaces de demandar otra cosa. Entretanto, seguirá sonando la misma música desde los telediarios y desde las interminables tertulias.

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