miércoles, 14 de octubre de 2009

Ricardo Costa


Ricardo Costa masca chicle. Rickey, Ric o Kiki -este último aplicable solo en la guardería- no para de pegar los restos de su goma de mascar debajo del pupitre de clase. Le gusta la chica de la fila de enfrente y eso le pone nervioso. Todos los días.
El nivel de vida de sus padres le ha ahorrado, a base de tratamientos sistémicos, el acné que el pueblo llano padece con resignación durante la adolescencia. A cambio, el estudiante de BUP luce un bronceado ligero, casi natural, nada que ver con el generoso baño de sol que mostrará un camarada suyo del que todavía no sabe nada.


A Ricardo no le gusta que su padre lo recoja en coche a la salida del colegio: él quiere ir andando a casa, cruzarse con esa chica u otra y hacer amistades, inciertos comienzos de futuras aventuras. Está en la edad y anda cansado de que sus progenitores quieran ser tan protectores con él. Enferma con facilidad y es de constitución débil, no practica deporte, pero sueña con una vida más o menos independiente, en una casita pegada a un bosque, en la que escribiría todos los días contando lo que ve: el crepitar de una hoja seca al pisarla, el sonido del viento en los sauces, el ronco pero leve sonido de una ardilla al roer cualquier cosa...


Rickey -riquín, le diría yo- no olvida el último cóctel celebrado en su casa; estaban todos sus familiares y brindaban por algo que a él todavía le da igual pero que luego se convertirá en el motor de su vida. Allí había médicos, notarios, jueces y en general, gente importante de Valencia, es decir, de España.


A Ricardo no le importa nada todo eso; solo sueña con enamorar a su chica, a la que no se atreve a hablar desde que el chicle le explotó en las narices en su última tentativa, e impregnó de goma esas gafas que en cuestión de meses pisará accidentalmente ocho veces consecutivas.


Su padre le dice que es un flojo y que tiene que aprender de su hermano Juan, Juani o John, como le dicen sus amigotes. Pero Ric es más amante de la verbena veraniega y querría aprender a tocar la guitarra, para así poder expresar con notas musicales las emociones que la edad y las chicas le hacen vivir tan inocentemente.


Está a punto de terminar la clase y su mirada se cruza, puntualmente, con la de su vecina de pupitre. Ricardo no lo tiene fácil: es la chica más guapa del colegio con diferencia.


A veces las cosas se hacen o no se hacen. El viento invitado al aula por una ventana que se abre en medio del sonido del timbre de fin de clase ha hecho revolverse el pelo de la dictadora de sus sueños, que se levanta para salir a encontrarse con un chico que, a pesar de estar cubierto de acné y tener las cejas juntas, mantiene una reputación intocable a base de vender hachís y cd´s robados a los muchachos de último curso. Es como... sucio.


Ric no va a olvidar eso jamás y, por fin, va a intentar parecerse a su hermano y ser un hombre. Y no le va a temblar la mano cuando le toque hacer determinadas cosas. Todos estarán orgullosos de él. Hasta el final: nadie se lo tomará en broma.

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