miércoles, 16 de enero de 2013

La privatización de la realidad (XIII). La sociedad del doping




De repente, Lance Armstrong tiene que devolver un montón de dinero porque ya no es el vencedor de siete Tours de Francia. El ciclista norteamericano se dopó y, por tanto, no merece conservar el título de ganador de estas carreras.

La cuestión no tendría mayor interés si Armstrong no hubiera dejado, con esto, huérfanos a cientos de miles de espectadores para los cuales, hace una década o más, lo que estaba sucediendo en la carrera francesa era real. Para los que seguimos aquellas retransmisiones, todo sucedió de manera normal, sin trampas. Nos conformamos, aceptamos aquel resultado. Dichos acontecimientos nos generaron sensaciones, emociones, vivencias... ¿Dónde quedan estas ahora?

El caso del dopaje, inherente a un deporte competitivo que necesita de los medios de comunicación para financiarse, es relativamente normal. Pero encaja dentro de una estructura de acontecimientos conexos y coherentes entre sí: lo que ocurre no nos pertenece, porque demuestra ser falso poco después de producirse.

De esta forma, desde 1995 a 2008, vivimos un auge económico dopado en España: cientos de miles de personas hicimos planes de vida y tratamos de cumplir nuestros sueños en un país que hacía trampas, que gastaba lo que no tenía y que vivía de prestado. Ahora, aquellos gobernantes milagrosos se nos antojan fantoches, pero no menos de lo que somos nosotros. ¿Estábamos dormidos? No precisamente: estábamos soñando.

Esta economía dopada sigue siendo el fundamento del desarrollo de la civilización. Cada país, cada sistema económico tiene la tentación de caer en el dopaje y vivir como real algo que no existe efectivamente. Estamos en una película rodada para el momento pero que se corta instantes después: promesas incumplidas, corrupción institucionalizada, decepciones políticas, miedo, desconfianza...

La privatización de la realidad es el expolio de lo sensible, de la vida: un atraco a mano armada al espectador. El suicidio de Debord -aficionado también al dopaje doméstico-, el último televidente atento, prueba la amargura de la verdadera realidad, esa que se intuye y que no se da en imágenes. Seguiremos a remolque de las circunstancias. Lo que importa es que siga el espectáculo y que los focos continúen encendidos. Es mejor no hacerles perder más el tiempo con esto.

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