martes, 19 de mayo de 2009

El último recurso (un cuento de terror)

Esta vez, corría peligro. Y lo sabía.

Los horarios, en aquella ocasión, no le eran favorables. Sus tres amigas de clase, que después del badminton, se hubieran ido con ella en el coche de la madre de una de estas, no habían podido asistir. En qué momento decidió ella ir a la actividad extraescolar, arriesgándose con ello a recorrer, sola, el camino desde la salida del colegio a la parada de autobús.

Llevaba un rato caminando, y el colegio "Sierra Blanca", perteneciente a la Obra de Escrivá de Balaguer, quedaba ya un poco atrás. De nada servía la disciplina y la férrea actitud de sus maestras, si luego, al salir a la calle, una podía ser violada o secuestrada por "los salvajes".

Por esos adolescentes lujuriosos que se escondían tras los matorrales y la deseaban, en secreto, y no tardarían en abalanzarse sobre ella a la mínima ocasión.

Restaba menos para la parada del autobús, y la sombra que se comenzaba a cernir sobre ella no debía ser sino la puesta de sol.

Se encontró al primero de frente.

Era un individuo de un metro y setenta centímetros, más o menos. Babeaba, como sus compañeros, que ya se acercaban desde lejos. Serían cuatro. O cinco. Iban a secuestrarla, a violarla como mínimo.

No quería hacerlo. Era su secreto, el consejo que su madre, enfermera aunque con derecho a la objeción de conciencia, le había confiado aquella noche tormentosa -¡utilízalo solo cuando sea necesario!-.

Ya la estaban tocando. Uno le tiraba de los pelos mientras el resto trataba de mirar por debajo de su uniforme escolar. El autobús no iba a llegar nunca.

Se armó de valor. La virginidad es una virtud, y perderla forzada sería, además de una deshonrra, un suicidio. No quería acabar como aquellas chicas desaparecidas, pertenecientes al mismo colegio que ella, incluso a su propia clase.

Cogió dos o tres del bolso, le sudaban y temblaban terriblemente las manos. Su rostro mostraba a una adolescente aterrorizada, que miraba, con temor, lo que tenía en la mano.

Le quemaban.

La primera píldora del día después golpeó a uno de los chicos salvajes en la cabeza. Inmediatamente, el muchacho fue encogiendo, hasta convertirse en un nasciturus, y desintegrarse.

El resto de los chicos no daba crédito a lo que ocurría.

La chica todavía tuvo tiempo de lanzar la otra pastilla mortal al que tenía más cerca. Las heridas que el hecho de cogerlas y sujetarlas le habían producido en la mano terminarían por cicatrizar, pero ya sangraban abundantemente.

Al ver desaparecer al segundo nasciturus, los dos chicos restantes corrieron, aterrorizados y propalando gritos que parecían venir desde el centro de la tierra. Uno de ellos moriría de miedo esa misma noche, y el otro no recuperaría nunca la cordura.

Más tranquila -no voy a vomitar-, pero cerca de un colapso, la joven púber avistó un taxi. Tenía, además, suficiente dinero, para este tipo de ocasiones. Trató de dar la mejor impresión al taxista, no quería preguntas.

Dieciocho minutos después, llegó a su casa. Solo su madre advirtió las manchas y la herida en la mano de su hija.

- No debiste ir sola, le espetó, preocupada.

Sus miradas se cruzaron, mostrando, al final, una pequeña sonrisa de ambas. El arma mortal había surtido efecto.

Era la hora de cenar.