
El otoño, además, no es una estación, sino una calvicie de lo cultivado a lo largo de lo bueno del año: esa recta final que arranca curiosamente en febrero y que conduce a los meses más fértiles, con el verano como colofón. Con el otoño las hojas caen junto con nuestros propósitos para el nuevo curso, que, fallidos como era de esperar, caducan automáticamente al comenzar a contar el reloj.
Y la luz nos abandona a quienes no tenemos motivos para madrugar -quién los tuviera-. Pronto será de noche a las seis de la tarde, nos caerán las hojas y, rodeados de niebla, no podremos ver como nuestras iniciativas planteadas con el fresquito esperanzador de septiembre marchan ya por la segunda planta del sótano.
En definitiva, una mierda.
Entonces -a mí particularmente me pasa esto- llegará un punto en el que normalmente nos hayamos convertido en inmortales: no podremos estar peor, habremos tropezado con la puta niebla y nos habremos cagado en la dulce brisa y, de morros contra el suelo, habremos puteado uno por uno a todos los sueños del verano que se encuentran ya a seis metros bajo tierra. Nos habremos arrastrado escupiendo a los malditos árboles, tosiendo por una lluvia que nos pareció agradable a principios de estación, y dejando, para colmo, que nos robe la cartera el chusma de la noche, que como han cambiado la hora, ahora entra a trabajar a las seis.
Lo mejor es que en este punto no podremos empeorar más, y nos habremos vuelto irremisiblemente optimistas. Quedará una reparadora ducha, quitarse los zapatos, y tirarlo todo a la basura, incluida la estación, y esta bazofia de poesía prosada y traída desde el fondo del infierno, donde descansan nuestros malditos sueños.
1 comentario:
me recuerda a mis despertares con ansiedad...
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