miércoles, 21 de octubre de 2009

Pensamientos optimistas

Hay días en los que llegas a la conclusión de que los problemas psicológicos son normales, previsibles, y hasta necesarios en una sociedad como la nuestra.


Con problemas psicológicos no me refiero a tendencias autodestructivas, manías persecutorias, disociación de la personalidad, paranoias o depresiones profundas. En este caso, se debe ir lo más pronto posible a un facultativo y hablarle de tú.


Me refiero a lo que antiguamente se conocía como neurosis y que es un término tan vago como para abarcar, en resumen, todo lo que nos pasa por dentro y no sabemos explicar. Y que, además, por estar a camino entre el carácter y el síntoma, no es nada y lo es todo, porque nos enturbia el día y, de paso, el que viene después, sin tener la compensación de que nos lleven en camilla, nos hinchen a anestesias o bien nos den un ascenso, una subvención o una de esas pensiones de por vida.


Pienso en eso después de vivir tres días de color gris-negro en la ya de por sí contaminada Madrid.


Ya hace siete meses que no tengo trabajo. Peor: ya hace siete meses que no trabajo, es decir, que no ejerzo de trabajador, fuerza alienada pero viva, sujeta a una rutina que lo convierte en cosa pero también en algo regular y previsible: un horario fijo hace del ser humano lo que los árboles a las montañas, en las que sus raíces sujetan el terreno contra las lluvias torrenciales y permiten sobrevivir al monte.


La bofetada otoñal es siempre triple o cuádruple: se acaba el paro, se termina el dinero para pagar el piso, las demandas de trabajo no surten efecto, y encima el día es horrible e impide un desahogo en forma de ejercicio físico en una ciudad que parece ya demasiado grande para uno, que en un momento del tiempo, era peón de la información y trabajaba en ella con denuedo.


No ayuda, precisamente, que la Telefónica amenace con cortarte el servicio de Internet por no sé qué error en el cobro de este mes. Ni que haya que pagar una tasa adicional por las basuras. Ni tampoco que cambien la hora este sábado, ni que tu maldita vecina del bajo te mire por encima del hombro por no ser propietario y estar de alquiler, joven, y con pinta de hacer lo que te da la gana.


Pero mucho más estúpido es patalear y creerte que es el fin del mundo, que el otoño es un abismo sin fin que te traga para no escupirte jamás, que los esfuerzos son en vano.


Neurosis, preocupaciones cíclicas, obsesiones... Enfermedades de un primer mundo enajenado de sí mismo, con la barriga bien llena pero demasiado presto a obedecer a la esclavitud del siglo XXI: tenerlo casi todo y seguir insatisfecho, anhelante, ansioso por ver algo que nunca nos satisfará del todo.


Han pasado años y revoluciones, pero no hemos dejado de ser un apéndice de la cadena de montaje, de la empresa siempre expectante por acumular dinero -la base del capital-; por conseguir más prestigio, potencial, fama, seguidores... Una acumulación que se vuelca e invade nuestra vida personal, familiar, amorosa, nuestro ritmo de respiración y la dilatación de nuestras pupilas.


Un ejercicio de explotación al que estamos sometidos desde que salimos del vientre de nuestra madre -y quizá, de algún modo, mucho antes-. Una agresión, un violencia constante que lo es aún más porque ya no la sentimos y, peor, la reproducimos practicándola al contrario. Es el poder que no tiene una sino múltiples dimensiones.


De ahí el desencanto y la insaciabilidad: nuestros jefes son nuestros antiguos padres, preocupados por las buenas notas, por el comportamiento "adecuado" -¿adecuado a qué?- por nuestra correcta "integración" -¿en la completa locura?-, por, en definitiva, la asimilación de las pautas sociales y culturales, necesarias, en teoría, para que la sociedad no nos ponga la etiqueta de dementes o inútiles.


Parece demasiado fácil olvidar esto cuando las cosas van bien -lo que ocurre, casualmente, cuando a otro le está yendo bastante peor-, pero es una realidad que no puede esquivarse a la vuelta de la esquina.


Seguiremos acumulando experiencias, cultura, sabiduría... Nunca va a ser suficiente porque lo que queremos que nos siga evaluando nunca va a estar satisfecho. Y vendrán crisis, nervios y ansiedad, consecuencia de nuestra "excesiva sensibilidad". Y una porra.


Rechazamos la violencia como arma de combate, de revolución o de cambio social..., cuando la violencia más sangrante se produce en cada uno de nuestros movimientos -también los del alma-. Cuando la violencia es la fundadora de la actual sociedad caníbal que solo deja de devorarnos cuando nos ve engordar -los inmigrantes llegando en pateras en épocas de crecimiento-, renunciar a ella se convierte en un absurdo, cuando no en una contradicción: se nos obliga a hablar hipócritamente en un lenguaje distinto al que subliminalmente se nos dicta desde arriba.

...

No hay que tomarse muy en serio lo que se lee, porque si no uno se vuelca sobre la pantalla y salen cosas como estas: hay que intentar disfrutar de la vida que tenemos, del enorme margen y del privilegio de que no nos estén zurrando el culo día sí y día también. Pero no olvidemos que, con todo lo que tenemos y lo que podríamos llegar a construir organizados de otra forma, vivimos en una auténtica charca.

¿He recuperado, al final del infumable ensayo la cordura o bien la he perdido? ¿O quizá no la he tenido nunca? Que nadie se entere.

1 comentario:

Fet dijo...

Pues hay que joderse con el optimismo. Gran post, Villena.