martes, 8 de diciembre de 2009

El precio que hay que pagar

Llegas a una oficina, cualquiera, y te formateas, entras "en relación" con tus compañeros y comienzas a trabajar. Eres una pieza más de un engranaje que ya sabemos cómo funciona. Pero no te dejas solo la fuerza de trabajo, tus ocho-diez horas, te juegas lo que los psicólogos llaman la autoestima y lo que se puede convertir en un error de partida.

Si no te mentalizas bien, te puedes creer que tu valor depende de tu valoración en la empresa. Y es cuando te quedas enganchado. Comienzas a pagar un precio extra por esa valoración y este está al margen del esfuerzo visible: la angustia. Ansiedad por no llegar, inseguridad por el qué pensarán y dirán, alerta constante para evitar errores... Un desgaste psíquico, químico, que traducido a electricidad nos podría pagar la factura de Endesa o Fenosa equivalente a unos cuatro meses.

Encendemos, por tanto, la ciudad con nuestro estrés, pensando que este es inherente a la empresa privada. Y en cierto modo lo es: la enajenación o alienación que experimentamos al producir algo que no nos pertenece se reproduce en nuestro cerebro, en nuestra alma: la ansiedad es la separación de ese otro que querríamos ser para 'salvarnos' de la quema de la desconsideración. Y no nos hace crecer: las estrategias para alcanzar a ese odioso 'personaje-ideal' redundan en el recelo y en una energía derrochada que además nos pasará factura con el paso de los meses y años.

No hay otra solución que la rebeldía: como vino a afirmar Herbert Marcuse, es muy difícil ser normal en un mundo que desde hace muchísimo tiempo ha dejado de serlo. El entramado de las empresas privadas reproduce un mundo de gratificaciones y castigos que hemos de conocer para estar vacunados y atentos. No se trata de no trabajar, sino de emprender el camino de vuelta hacia el ser humano.

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