viernes, 22 de marzo de 2013

Mis locas aventuras francesas (V)

A veces, en la pequeña sala de ordenadores que comparto con otros doctorandos, me entran ganas de decir "yo soy dentista". En un principio, al lector le puede parecer una frase totalmente fuera de contexto: que en una sala con tres o cuatro estudiantes de doctorado concentrados haya uno que confiese su vocación por la odontología es algo equivalente a que se quite la ropa y la agite desafiante.

Pero todo tiene su sentido.

Son las ganas de comunicarme, de decir algo en un idioma que para mí es extraño. Y, como en el "curso express de Larousse" que me regaló mi padre, y que miro en el metro, aparecen frases como la señalada anteriormente, en ocasiones, tengo la impresión de que mis compañeros galos apreciarían tal manifestación como una especie de gesto de simpatía.

Aprender un idioma en el metro tiene su gracia: si este verano, en Estados Unidos, cuando entendía una broma en clase, reía más alto que los demás, en este país nuevo entender algo es motivo de casi una celebración. Te dan ganas de levantar la mano y decir a todos, sonriente: ¡yo he entendido eso que se ha dicho: a Dios pongo por testigo!

 Lo peor es cuando llega el fin de semana: ¿a dónde voy? ¿Y si me voy a un pueblo perdido y no sé volver? ¿Me pongo a llorar? ¿Me tapo más como cuando tengo miedo en la cama y oigo ruidos? La verdad es que vienen bien los conocidos, los amigos. Y, en este país, la primera condición para que alguien sea mi amigo es que yo lo pueda entender.

Esta noche he salido con un par de malagueños. Pese a su buena voluntad, tienen una extraña afición a los pubes irlandeses. Por ahora me va bien con la música celta pero, si esta costumbre se prolonga en el tiempo, podría convertirse en peregrina. Aun así, merece la pena. Además, el maldito metro, como todos los metros, cierra poco después de las doce y me tengo que volver prácticamente como la Cenicienta... O como Anna Frank, la que fuera.

Y, aquí, los combatientes de Dios son muy amables. El otro día uno de ellos me dijo buenas tardes, le miró el culo a una que pasaba y me sonrió, como diciéndome: "¿has visto? Está muy buena y yo tengo muy buen gusto al mirarle el culo".

Y nada, como y eso. Las madres (y los padres) lo arreglan todo diciéndote que comas: que te va mal en el trabajo: come; que tu jefa es una guarra: ya, pero ¿has comido? Dan ganas de tener siempre un pack de comestibles para cualquier inclemencia. Pero igual, con ese tipo de equipajes y, sobre todo, si llevo dulces en él, acabaré teniendo que ir al dentista. Al menos, ya sé cómo se dice en francés. Para algo tenía que servir el Larousse.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hazme caso, búscate una traductora, así podrás charlar (en inglés o español).
¿Porqué traductorA? Porque así podríais hacer incluso más cosas que charlar.
Fdo. Uno que sabe ;)